El proyecto Lázaro, de Aleksandar Hemon
Vladimir Brik, nuestro
personaje principal, nacido y criado en Sarajevo (y de filiación católica por
más señas) emigró a Chicago en 1992, se casó con una foránea y ejerció de
soñador durante años. Con las necesidades cubiertas gracias al trabajo de su mujer
neurocirujana, pasando de un trabajo precario a otro, planea convertirse en
escritor algún día pero tampoco se mata por conseguirlo. Rora, su
compañero de estudios, vividor y superviviente en toda regla, musulmán en
ejercicio, ha padecido la guerra sin moverse de Bosnia, ejerciendo de fotógrafo
y salvando la piel sin ayuda de nadie. Ambos
coinciden casualmente en el Chicago de principios de este siglo y mantienen
durante cierto tiempo una de esas alianzas entre personalidades radicalmente
opuestas cuyo fundamento no acaba de entenderse.
Mucho antes, Lázaro
Averbuch padeció uno de los terribles progromos que tuvieron lugar en la
primera década del siglo XX. Huyendo de la hostilidad de sus paisanos, y siendo
apenas un niño, se traslada a un Chicago sin entrañas cuyos prejuicios raciales
no tienen nada que envidiar a los de su país de origen. Ellos son la causa,
tanto de su fortuito e injusto asesinato como de la absurda farsa que se
representa más tarde.
Entre el pasado y el presente se extiende una distancia de cien años y unas cuantas coincidencias. Todos los personajes viven en Chicago al comienzo de la acción, Lázaro tiene un amigo entrañable, Brik también: Rora, con cuya hermana se siente muy unido igual que el difunto Averbuch. Pero la historia es heroica y la actualidad banal, por eso el núcleo del drama se centra en aquellos años, cuando la policía, tras toparse accidentalmente con un cabeza de turco, utiliza su figura para dar un escarmiento a los colectivos rebeldes y contentar a los grupos de presión. Para ello tienen que humillar y pisotear las convicciones de la desconsolada Olga, que además de haber perdido a su hermano ha de enfrentarse a ellos y soportar la amenazada vida del amigo pesando sobre sus hombros. Ella es la auténtica heroína: su derrota es su victoria, conserva su dignidad y consigue salvar la vida al muchacho mediante la única transacción posible.
Unos tiempos plagados de desigualdades, miseria,
miedo, resignación no muy diferentes de los nuestros. Aunque en el siglo XXI la
heroicidad de antaño se transforma en cinismo, todo se vuelve relativo, los
fugitivos se acomodan, la épica se ha convertido en mero entretenimiento, en
relatos que ahuyentan el tedio y no es fácil distinguir lo verdadero de lo
falso.
La novela podría calificarse de thriller si careciera de elemento ideológico y crítico así como de alardes estructurales, pero, sobre todo, si los hechos, en lugar de escucharlos, en gran parte, de la boca de algún personaje, transcurrieran ante los ojos del lector. Aunque habría sido una opción interesante, existen thrillers muy profundos.
Dos personajes, dos
épocas, una narración que avanza por el procedimiento de cajas chinas. El
argumento principal –la gran caja– contiene otra, también enorme, y cierta
cantidad de minúsculas cajas-relato: cortos, inacabados, secundarios, cuyo
efecto es dispersar la atención del lector de lo esencial, quizá para que no
exija una conclusión coherente. Relatos sin cerrar del todo, multitud de
anécdotas, de chistes, de hechos cuya veracidad se deja en suspenso. Hemon
juega con la ambigüedad de la literatura, con los conceptos de verosímil, real
y falso. ¿Mera literatura, una invención tras otra? La pretensión de
desdramatizar es evidente. Pero tampoco profundiza, tampoco narra, deja al
lector deseoso de detalles después de haberle implicado en los múltiples dramas
que esboza. Esta postura del novelista es, en realidad, la más cómoda porque
tiene que inventar mucho menos y cuando lo hace es a base de fábulas. El asunto
principal apenas se roza, las individuales quedan inconexas, se ahorra así
profundizar, atar los cabos sueltos, crear personalidades bien acabadas,
construir, en definitiva, una trama coherente en el que los sucesos adquieran
un lugar y se conviertan en significantes del relato personal, que incluya los
sucesos históricos y su personal desciframiento de claves. Algún golpe de
efecto, como el asesinato del matón que secuestra a una pobre chica, pero sin
relación con el conjunto ni significado real que implique una posición ética.
Pura anécdota.
Hemon no tenía por qué
cerrar la historia pero pienso que debería haberlo hecho. Por la
cantidad de expectativas sembradas, porque el meollo del asunto está ahí y no
en las historietas que prodiga, porque lo difícil es construir una trama
coherente con los elementos que ha sembrado y, finalmente, porque la
implicación ideológica, por odiosa que resulte, estaba implícita desde el
inicio, en los hechos descritos, en su ubicación histórica, en los rasgos de
los personajes y en los elementos dramáticos que emplea y esto exige una
postura, lo suficientemente neutral para evitar la moraleja pero sin perder esa
valentía narrativa que se insinúa al comienzo.
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