El triunfo de las ciudades, de Edward Glaeser


Un ensayo que defiende decididamente la vida en grandes aglomeraciones urbanas. Motivo: que la cercanía entre las personas apoya la comunicación y con ella el progreso. También porque suele hacernos más felices. Pero, en realidad, en apoyo de sus argumentos, acude invariablemente al factor económico. Y ni siquiera predica con el ejemplo. Él mismo vive en uno de esos núcleos de extrarradio que tanto parece detestar.

Sus análisis son muchas veces certeros. Afirma que la delincuencia y la salubridad son los dos inconvenientes que hay que subsanar en lugares donde la gente vive hacinada. Pero ¿es preciso, como afirma, erradicar la pobreza para evitar la delincuencia o justamente al contrario? Lo más sensato sería, en vez de eliminar la consecuencia, atacar la causa que la produce.

Hay que reconocer, no obstante, que otorga un valor fundamental a la educación como medio de progreso efectivo, etc. Sin embargo, le parece abominable que las ciudades importantes carezcan de buenos colegios y no dispongan más que de instituciones para pobres. (Pg. 270) Ni se le ocurre que esos a quienes denomina “niños de extracción menos afortunada” también tienen derecho a una educación óptima.

Y, sin embargo: (pg. 357)

“… Por encima de todo, todos los niños deberían poder acceder a buenos colegios y vivir con seguridad, y el gobierno federal tiene todos los motivos del mundo para invertir en la infancia estadounidense”.

Pero no dice cómo. Y todo el enfoque de la obra parece argumentar en sentido opuesto.

A veces sorprende por sus afirmaciones excesivamente simplistas, como cuando se pregunta por la razón de que los suicidios proliferen en las zonas rurales mucho más que en las urbanas:

“… la posesión de armas de fuego es cuatro veces mayor en los pueblos pequeños que en las grandes ciudades (…) Muchos estudios han descubierto que la presencia de armas de fuego es más habitual, lo que no deja de ser un tanto extraño si se tiene en cuenta que las armas no son de ningún modo la única forma de quitarse la vida.”

O bien:

El alcalde Bloomberg declaró la guerra al tabaco subiendo espectacularmente los impuestos sobre el mismo y limitando los lugares donde se podía fumar públicamente (…) Quizá sea lo mucho que caminan lo que mantiene a los neoyorquinos tan sanos, pero ¿explica eso por qué mueren menos de cáncer?”

Su certera visión de la realidad suele flaquear cuando le conviene. Sin embargo, es cierto que, tal como él defiende, la difusión de información, abundancia de centros sanitarios y otros factores saludables contribuyan a disminuir la mortalidad en la gran urbe. Pero parece que solo le interesa favorecer a una élite selecta:

Cada vez más, la gente escoge los lugares donde decide instalarse en función de la calidad de vida, y la gente cualificada que acude a áreas atractivas suministra después ideas nuevas que alimentan la economía local. Las personas inteligentes y emprendedores son la fuente última del poder económico de una ciudad y, a medida que esas personas prosperan más, les importa más la calidad de vida.”

Y ¿qué hacemos con los menos afortunados? ¿no hay que pensar en ellos también? Pues no, parece que en ellos no piensa.

“… limitar las nuevas construcciones. ¿Por qué? Unos costes de vivienda menores permiten a los empresarios pagar salarios más bajos, lo que a su vez contribuye a hacer de Chicago una ciudad económicamente competitiva.”

¿Para quién? Me pregunto.

Y cuando piensa en ellos, mejor que no lo haga:

“… muchas veces la miseria es un indicio de que una ciudad funciona bien. Las ciudades atraen a los pobres porque son buenos sitios para vivir si uno es pobre. Ahora bien, cuando la gente vive hacinada, es más probable que se propaguen enfermedades…

¿Es lo único que le preocupa del hacinamiento? Y los propios hacinados, ¿qué?

“… en las grandes ciudades la pobreza impulsa a la gente adinerada a huir para formar enclaves propios.”

Ya, ya. Justo lo que has hecho tú mismo. ¿Para qué lidiar con el problema si nos podemos tapar las narices?

En relación con esto, reglamentar con el objetivo de limitar la expansión de una ciudad no le parece una buena idea. Pero la defensa del crecimiento indiscriminado conduce a esos núcleos monstruosos que, en principio, no se ven demasiado atractivos. ¿Sería recomendable duplicarlos, triplicarlos, multiplicarlos hasta el infinito? Estamos hablando de muchos millones de almas, ¿Hasta dónde deben crecer estas urbes?

Por otra parte, parece que solo los estadounidenses tienen derecho a contaminar como posesos. Le da pánico que los países en vías de desarrollo sigan su ejemplo porque entonces las emisiones tóxicas se dispararán y afectarán al planeta entero. ¿Qué me dice de la contaminación que ellos han difundido por el mundo? ¿Por qué no se plantea resolver lo que tiene en casa y que lleva dos siglos perjudicando a los demás en lugar de dar lecciones a quienes menos tienen la culpa?

Existen más soluciones. Por ejemplo, descongestionar ciudades enormes y ampliar la oferta facilitando el crecimiento de otras más pequeñas, o bien fundando otras nuevas en lugares estratégicos.

En resumen, Glaeser trata el urbanismo como si fuese un apéndice de la economía y, además, una ciencia exacta. Pero son los vecinos de cada núcleo urbano quienes han de establecer sus prioridades, decidir en qué quieren gastar su dinero, si les molesta o no el tráfico excesivo, si les compensa una indemnización –por suculenta que sea, que no suelen serlo– o, por el contrario, disponer de abundante luz y buenas vistas constituye para ellos una prioridad.

EN ESPAÑA: EDITORIAL TAURUS-COLECCIÓN PENSAMIENTO - 2011 - PSGS. 500 (APROX.) - TRADUCTOR: FEDERICO CORRIENTE BASÚS 

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