TEXTOS: Decadencia de la novela (I) - Eduardo Mendoza 1998


La muerte de la novela




La novela se queda sin épica

Hace poco más de un año, en el transcurso de una entrevista que yo creía efímera y de muy escasa repercusión, se me ocurrió sacar a colación el viejo tema del estado de salud de la novela. Por lo visto hice algunas afirmaciones que han provocado cierto debate, lo que me lleva a pensar que mi intervención, aunque de poco calado, fue oportuna. Igualmente, el interés que parece haber suscitado el tema contradice en buena medida el sentido de mi presunto diagnóstico. En realidad, yo no pretendía hacer un diagnóstico sobre la novela en general, y menos aún dictaminar su defunción. Yo sólo me referí a un determinado género, mejor dicho, subgénero de novela, y más concretamente, al que yo mismo he venido practicando desde que empecé a publicar, hace 25 años, y al que creo recordar que llamé entonces "novela de sofá". Luego me he dado cuenta de que la expresión "novela de sofá" no fue un acierto. Por definición toda novela está hecha para ser leída en un sofá o en un mueble cuyo rasgo distintivo sea el confort. Es probable que la novela y el sofá o la butaca aparecieran simultáneamente y con interdependencia. Si no es para leer novelas, ¿para qué sirve un butacón? Por lo demás, la imagen de una persona leyendo en un sofá (o en un sillón) una novela de "sofá" me suscita más sentimientos de nostalgia que de censura, sobre todo en una época en la que abunda la novela "de tumbona" e incluso la novela "de toalla y sombrilla". Lo opuesto a una novela de "de sofá", pues, no sería otro tipo de novela, sino otro tipo de libro, el de "mesa y codos", al que no era mi intención referirme, pero en el que debía de estar pensando cuando me metí en el lío del sofá. Lo que sucedió fue que aquella reflexión fue entendida como un anuncio de la muerte de la novela, cosa que provocó un debate que, por lo que se ve, aún continúa. Como desconfío de mis opiniones, y muy en especial cuando se trata de generalizaciones, he leído y escuchado con sumo interés todo lo que se ha dicho (o al menos a cuanto he tenido acceso) y he podido advertir con asombro que parece haber un acuerdo casi unánime al respecto. Eso no tiene nada de particular ni el fenómeno es nuevo. La muerte de la novela se ha dictaminado varias veces, y siempre con razón. Al fin y al cabo, un género literario, a diferencia de lo que ocurre con quienes lo practican, se puede morir varias veces. Y ésta es una de esas veces. Ahora, a riesgo de resultar pretencioso, intentaré explicar por qué.

Nadie sabe muy bien lo que significa la palabra "posmoderno", de modo que la dejaré de lado. En su lugar, y a los efectos de esta reflexión, utilizaré el término "posvanguardia". Uno de los resultados más notorios de las llamadas vanguardias artísticas fue el de convertir a todas las personas relacionadas con el arte, tanto creadores como espectadores, en críticos. Con la novela sucedió lo mismo. Algunos hacen coincidir el suceso con la aparición del "Ulises", otros lo retrotraen a la de "Madame Bovary". Da lo mismo: probablemente la cosa se produjo de un modo gradual; lo que es seguro es que alcanzó su apogeo con la novela experimental de los años cincuenta y sesenta de este siglo. Lo importante, a mi parecer, es que, como en las otras artes, aquellos experimentos, encaminados a forzar los límites de las convenciones narrativas, pusieron en evidencia lo limitado de los límites y lo convencional de las convenciones. El mecanismo del juguete quedó a la vista, y lo primero que se vio fue el enorme grado de participación que la novela, como cualquier otro arte, reclamaba del lector. El viejo símil de la novela como espejo de la vida siguió en pie, pero ahora ese espejo sólo reflejaba una persona leyendo una novela.

A partir de ese momento, la novela perdió la autoridad que había tenido, como no podía ser de otro modo. Al hablar de autoridad me refiero a la novela, no al novelista. El novelista no era considerado un ser superior, ni siquiera a los ojos de sus lectores más devotos. Bien al contrario; como el pintor o como el músico, el escritor era un simple artesano, de cuyas manos, por una serie de causas difíciles de precisar, salían objetos de rango superior. La novela, en cambio, sí ostentaba un rango eminentemente en el terreno social porque era la encargada, ni más ni menos, de representar la realidad. Por supuesto, no representaba la realidad, pero sí la concepción que la sociedad se hacía de la realidad. Y en la medida en que reflejaba esa realidad, la podía modificar. Ahora no sucede nada de esto. No digo que hayamos salido ganando ni perdiendo.

En cualquier caso, la novela surgida de ese proceso experimental, exonerada de la grave responsabilidad de formalizar la realidad, era libre de utilizar cualquier convención a su antojo; todos los géneros, que unos años antes se consideraban agotados en la medida en que ya no podían cumplir con su cometido, porque habían perdido su antigua vitalidad, volvían a tener plena vigencia, pero sólo a modo de juego. Entre el novelista y el lector se había establecido una relación de complicidad. Y al amparo de esta nueva relación, la novela vivió una década de esplendor. En cierto modo, porque su actitud también definía nuestra forma de concebir la realidad: distanciada e irónica. Pero fue sólo el canto del cisne. Hoy la novela se ha convertido en una forma honesta, civilizada e instructiva de entretenimiento (sobre todo en comparación con otras formas de entretenimiento, puramente mecánicas o directamente embrutecedoras) y los lectores de novela, en simples consumidores de novela. Pues bien, volviendo al inicio, ésta es la novela que, a mí modo de ver, ya no da más de sí. Sin duda se seguirá leyendo y sin duda se seguirá escribiendo (tal vez yo mismo lo vuelva a hacer, porque no sé hacer otra cosa) pero no será novela, o no será lo que hasta hace poco habíamos entendido por novela. Nada de ello resta mérito a la novela clásica, a la novela decimonónica. Todo lo contrario. Justamente porque esa novela es excelente, una vuelta a sus modos sólo puede ser imaginativa. Pero tampoco hay que negar que la novela clásica, incluidos los títulos más excelsos, adolecen a ratos de una cierta prolijidad que pone a prueba la paciencia del lector, no porque el ritmo sea espacioso (nadie se lo echa en cara a Proust), sino porque apela a un tipo de interés que el lector actual no siente.

Este razonamiento me parece suficiente para determinar la situación actual del género, pero todavía hay un par de ideas más, que he recogido en el transcurso del debate y que merecen consideración.

La primera, apuntada por Ignacio Echevarría durante el coloquio en que ambos participaron hace poco en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en Santander, y reiterada luego por otras personas, es ésta: que el sustrato último de la novela es la épica y nuestra época no produce situaciones épicas. Seguramente debemos felicitarnos por ello, pero el balance es abrumador cuando pensamos en la temática de la novela. ¿Cuántas novelas que hoy consideramos clásicas nos quedarían si eliminásemos de la lista las que tienen como eje argumental las campañas napoleónicas, la guerra civil americana o las dos guerras mundiales? Insisto en que no vale la pena organizar una hecatombe para salvar la novela, pero creo que también que la ausencia de un trauma colectivo y lo relativamente previsible de los destinos individuales no permite echar el vuelo a la imaginación. De ahí la sobreabundancia de novelas históricas, en busca de épocas más movidas, y de ahí también, como apuntaba alguien, que en las últimas décadas la novela se haya desplazado hacia la periferia del mundo occidental: América Latina, la India, etcétera, aunque en algunos casos se trate de más de un fenómeno de asimilación que de otra cosa. Tampoco faltan sucesos bélicos horripilantes, pero en ellos, o al menos así me lo parece, no se ventilan cuestiones que afectan al resto de la humanidad, como en los casos que he citado.

Otra causa, menos importante pero no desdeñable, de la decadencia irreversible de la novela es la enseñanza escolar. La antigua asignatura de Literatura, con sus largas listas de autores y obras y algunos ejemplos intemperantes, como "La canción del pirata", era bastante absurda.

EDUARDO MENDOZA [Publicado por primera vez en "El País", 16 de agosto de 1998].
 

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