Chavs, La demonización de la clase obrera
Me
pregunto si un ensayo como este es posible que se escriba en la España de hoy,
referido a la realidad española y prescindiendo de términos técnicos, es decir,
elaborado con una actitud tan divulgativa y didáctica que lo pueda entender cualquiera.
Precisamente, si alguna pega le pongo a esta obra es su redundancia, su
constante repetición, pero no cabe duda de que el mensaje se entiende, se graba
y permanece a causa de esa insistencia.
Otro
mérito, indiscutible, consiste en que –a pesar de referirse a la realidad
británica– la mayor parte de lo que expone puede aplicarse a cualquier sociedad
de este mundo occidental y capitalista. Su tesis fundamental –la que el autor utiliza
para organizar todo el conjunto de consecuencias, previsiones, antecedentes
históricos y análisis de la actualidad– es la constatación de que nos
encontramos en un momento de encarnizada lucha de clases y que, precisamente, son
las clases altas quienes han iniciado hostilidades desde el gobierno de Margaret Thatcher para recuperar el terreno
perdido a raíz de la Segunda Guerra. En Gran Bretaña la ofensiva se inició con
el thatcherismo y su desmantelamiento, tanto de las conquistas sociales como del
poder de los sindicatos, y ha continuado con la progresiva desaparición de las
industrias, bien por la progresiva mecanización, bien por haberse trasladado estas
a países donde la mano de obra cobra sueldos de miseria. Pero se mantiene y
agrava preocupantemente con esta crisis programada para agrandar hasta el
infinito el abismo interclasista.
Todo
esto es perfectamente extrapolable. Cada país, España incluida, encontrará sus
propias referencias, la secuencia histórica y los particulares ejecutores del
proceso concreto del que ha formado parte. En concreto, la complicidad de la
llamada izquierda en este cataclismo antisolidario que, en nuestro país, ha
copiado en gran parte, las actitudes de la derecha, exactamente igual que el
nuevo laborismo británico, en contraposición con el viejo que, hasta cierto
momento y en líneas generales, cumplía la función para la que fue creado: apoyar
a los trabajadores sin reservas.
Porque
todos esos cantos de sirena que, desde hace ya más de una década, advierten de
la caída de las barreras de clase, el anacronismo de los partidos de izquierda,
las ventajas indiscutibles de un capitalismo salvaje que nos volverá a todos
millonarios si nos esforzamos lo suficiente, no son una utopía –estas parten de
la realidad y no de una falacia y, por lo tanto, son realizables en
determinadas condiciones– sino una estratagema para aplacar las previsibles protestas
disfrazada de cientifismo económico.
Jones
se queja también de la descarada campaña de acoso y desprestigio que sufre la
clase trabajadora británica agrupada bajo la etiqueta chav. A simple vista, parece que en España esta ridiculización
mediática es menos acusada, o quizá no tan evidente. Coincidimos, en cambio, en
la manía de culpabilizar a los de abajo acusándoles de falta de iniciativa
cuando no de vaguería, incapacidad para
ahorrar o prescindir de lujos superfluos, esa vida por encima de las posibilidades que, según algunos, les ha
abocado a la pobreza. Es más que evidente que la crisis actual está provocada
por la ambición desmedida de las entidades financieras quienes, con su
irresponsabilidad, han provocado unas pérdidas que están pagando los más
débiles.
Los
medios de comunicación insisten en que la solución del problema reside en la
proliferación de nuevos talentos y en un incremento masivo de la iniciativa personal.
Pero un país no sobrevive a partir de millones de ideas geniales y generadoras de espectaculares
patrimonios. Casos de este tipo solo pueden ser una excepción, porque ni los
genios se cuentan por miles ni sería viable una sociedad compuesta
exclusivamente por multimillonarios.
Jones
parte de la evidencia de que las clases van a existir siempre, por tanto ese
énfasis en la movilidad es, como mínimo, engañoso. El ansia de superación no
ayuda tanto como parece porque los mejores puestos están reservados a los
sucesores de los que los han disfrutado antes y, en cualquier caso, el ascenso
social afectará a una insignificante minoría. Obviamente, siempre tiene que
haber alguien que barra las calles o fabrique pan, lo deseable es que esos trabajos
sean estables, a tiempo total, bien considerados y se realicen a cambio de un
salario digno. Es cierto que, actualmente, existen menos trabajos fatigosos e
insalubres, que se han cerrado muchas minas y fábricas y, en las que quedan,
las máquinas han sustituido a mucha gente. Por desgracia, las alternativas no
son mucho mejores: prestaciones de desempleo (o de invalidez que, parece ser,
sirven para enmascarar la falta de ocupación mucho más a menudo de lo que
pensamos), o empleo precario, mal pagado y poco motivador. Realidades todas que
generan una falta de autoestima comprensible y, en ningún caso, achacable al
que las sufre.
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