TEXTOS: "No hay serpientes en Islandia", de Eduardo Mendoza (I)


A mediados del siglos XVIII Londres era una ciudad cochambrosa. París era aún más cochambroso, pero allí la gente de posibles se mantenía alejada de la inmundicia. En París, la vida intelectual, salvo alguna excepción, como Rousseau, que era un perdulario, florecía a la sombra de la nobleza, en Versalles, en Fontainebleau y, si las cosas iban mal dadas, en la cárcel. En Londres, los intelectuales, también con excepciones, procedían de la clase media, muchos de ellos habían recibido una educación clerical y se ganaban la vida en una bucólica rectoría, ejerciendo un sacerdocio benévolo, más dado a la comprensión y la sorna que al anatema; otros vivían a salto de mata y sentaban cátedra en ruidosas tabernas impregnadas e impregnados de vahos alcohólicos. Los dos ambientes eran propicios al humor y al ingenio.
Aunque parezca un tópico, unos y otros habían aprendido el humor y el ingenio leyendo el Quijote. Antes del Quijote el humor se reducía a una burla más o menos cruel, aderezada con elementos procaces y escatológicos. Rabelais, Chaucer y Boccaccio son sus representantes más ilustres. Las comedias de Shakespeare, desde el punto de vista del humor, dejan mucho que desear, y sus bufones, salvo Falstaff, si entra en esta categoría, son bastante vulgares. El Quijote pasa el humor popular por el filtro del Renacimiento. Los ingleses y los franceses entienden la operación y hacen suyo el resultado. Las diferencias, sin embargo, son importantes: el ingenio francés, en la medida en que está vinculado al poder, es un humor crítico, de corte y de alcoba, de finta y florete; el humor inglés, por el contrario, vive de espaldas al poder, es crítico con las costumbres y la naturaleza humana, no con la autoridad, y cuando se vuelve agresivo, da puñaladas traperas. El iracundo Samuel Johnson: “El patriotismo es el último reducto de los canallas” o “Señor, su esposa, con la excusa de que regenta un burdel, se dedica al contrabando”. Dardos, no obstante, excepcionales. El ingenio inglés es tranquilo y se practica entre amigos, sin más finalidad que animar la conversación y divertir a la concurrencia. A lo sumo, encierra una pequeña verdad, y no intenta ser didáctico ni pretencioso, Jonathan Swift, deán de la catedral de San Patricio, en Dublín, y autor de Los viajes de Gulliver: “Todos queremos vivir muchos años, pero nadie quiere llegar a viejo”.

Obviamente, el humor inglés va ligado a la lengua inglesa, pero su circunscripción territorial no es tan obvia. Ilustres representantes son irlandeses: Swift, Sterne, Sheridan, Bernard Shaw y Oscar Wilde, sin olvidar a James Joyce e incluso a Beckett. En los Estados Unidos también se da lo que llamamos humor inglés, pero allí recibe fuertes influencias de otras idiosincrasias, especialmente del melancólico humor judío.
La edad de oro del humor inglés es el siglo XVIII. Quizá como reacción a las asfixiantes tragedias isabelinas, que dejaban el escenario sembrado de cadáveres, el teatro y la literatura inglesa dan un vuelco hacia la comedia y el ingenio, o, por decirlo en un término preciso, al wit. El wit es una aptitud, y también la persona que la posee y la practica. En término literarios, el wit es el arte de expresar algo inteligente de un modo breve y divertido. Su representante más conspicuo es el doctor Johnson, ya citado. De familia humilde, nació en 1709, al morir dejó un diccionario, un importante estudio sobre las obras de Shakespeare y numerosos ensayos sobre temas diversos, pero si hoy es recordado es porque otro escritor, James Boswell, escribió una biografía en la que recogió día a día y al pie de la letra sus abruptas salidas. Johnson no solo cultivaba el wit, sino otra forma característica del humor inglés llamada deadpan, un concepto difícil de traducir pero fácil de ilustrar, tonterías dichas con seriedad y un punto de solemnidad. En una ocasión el doctor Johnson se ufana de haber aprendido de memoria un capítulo entero de la Historia Natural de Islandia. El capítulo LXXII, “Sobre las serpientes”, que dice así: “No hay serpientes en Islandia”. Y en otra decía: “Cualquier individuo tiene derecho a exponer lo que considera la verdad y cualquier otro tiene derecho a partirle la cabeza por haberlo expuesto”.

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