Corre, Conejo, de John Updike


 





Creo que no me equivoco si afirmo que el gran aglutinador de lo que se narra en esta novela es el miedo. Accesos de pánico protagonizados por Janice, la esposa de Harry, de los que se habla nada más presentar al personaje, al que, por cierto, se caracteriza, solo tres páginas después, como una persona que asusta. Un sentimiento que afecta incluso a su propio marido –quien teme las consecuencias de su endeble personalidad– y que se compara al que el denominado Conejo sintió en el parto de su primer hijo. Y el apelativo debe ser más acertado de lo que parece, porque el conejo no solo representa a aquel que corre velozmente, se trata además de una especie caracterizada como pusilánime. Y como tal se le retrata en el momento que inicia su escapada, la primera de ellas concretamente.


“… pero hay largos trechos de pinares olvidados, donde el suelo cubierto de pinaza que amortigua todo sonido asciende más y más, bajo interminables túneles de intenso verdor, y se tiene la sensación de haber atravesado el silencio para dar con algo peor. Entonces se llega a un claro, donde las ramas no se molestan en cubrir el foso lleno de piedras excavado por algún colono valiente y monstruoso siglos atrás, y se apodera de ti un miedo cerval, como si ese signo de vida fuese a llamar la atención sobre ti y la amenaza de los árboles se hiciera activa. Tu temor vibra, es como un despertador que no puedes parar, con tanto más estrépito cuanto más rápido corres, encorvado, hasta que oyes claramente el grito sofocado de un embrague…”


El simple sonido de un motor se considera grito misterioso para reflejar el acceso de pánico que le asalta por el mero hecho de atravesar un inocente bosque de pinos, que más adelante se coagula sobre su piel solo porque un campesino llena de gasolina su depósito, y que acabará conduciéndole de nuevo a territorio conocido ya que no es capaz de afrontar una nueva vida poniendo la suficiente tierra de por medio para romper de una vez con su pasado. Se inquieta incluso cuando, de vuelta a su zona confortable, pide ayuda al antiguo entrenador y comprende que el vigor mental de este no es exactamente el  que era. Quizá todo ello esté condicionado por esa infancia marcada por el miedo, cuando las peleas de sus padres lograban desestabilizar su estado de ánimo quizá un grado más allá de lo normal, y es evidente que él mismo ahora lo está empezando a transmitir a su hijo. En una palabra, Harry Conejo es, ante todo un cobarde. De la mano de ese estado de ánimo, se nos va conduciendo a la tragedia y este es uno de los méritos de la obra. Y una forma de justificarle como cualquier otra, porque también es egoísta, indeciso y tiene otros muchos defectos admirablemente reflejados y que no enumeraremos con detalle para no ponernos moralistas.
Pero, lo siento, no me resisto a destacar un machismo que el autor parece trasladar a su protagonista aunque puede solo un síntoma de la época. Pero ¿tanto? Me apresuro a aclarar que al comportamiento con las mujeres de Harry –al que Updike trata con condescendencia y grandes dosis de paternalismo–, tan desorientado como despiadado, se añaden perlas como esta:


“En todo el mundo vegetal no hay nada tan agradable como una mujer de buen corazón”


Y, en pos de la objetividad, rompo aquí una lanza a favor de su genio novelístico, pues la confrontación de personalidades entre Ruth y Janice, las dos mujeres en liza, es sencillamente magnífica. Se podría añadir también a Lucy, cónyuge del clérigo, hacia la que Conejo mantiene una actitud ambigua, oscilando entre los explícitos intentos de seducción y la hostilidad más manifiesta. Los caracteres de todas ellas –y en menor grado el de la madre y la suegra– están minuciosamente reflejados, sus personalidades son tan contundentes como creíbles, de forma que el lector puede distinguirlas claramente, pero también encontrar puntos en común, tal como sucede en la vida real.
A propósito del religioso, en un momento dado descubrimos una feroz crítica hacia su persona que me ha parecido sorprendente dada su actitud conciliadora en todos los demás aspectos. Como no creo ver anticlericalismo, entiendo que el desacuerdo proviene de las actitudes que adoptan ciertos ministros de la iglesia, algunas de los cuales se describen en el párrafo siguiente:


“A Eccles le parece oír que va a llamar a la policía para que le detengan a él. ¿Por qué no? Escudado por ese alzacuello, falsea el nombre de Dios en cada palabra que pronuncia, roba la creencia de los niños a los que debería enseñar, asesina la fe en las mentes de quienes escuchan realmente su cháchara, comete un fraude con cada cadencia disciplinada del servicio, musitando el Padrenuestro cuando su corazón conoce al padre verdadero a quien intenta satisfacer, lo ha intentado durante toda su vida: el Dios que fuma puros.”


El papel de Eccles es, desde luego, fundamental en el desarrollo de los acontecimientos. Sin embargo, su labor mediadora resulta más que discutible, el diálogo que mantiene con su esposa tampoco le deja en muy buen lugar y, desde luego, al confrontarlo con un sacerdote de diferente confesión (pgs. 205-208) –que, por cierto, le propina un buen rapapolvo– no cabe duda de que sale perdiendo.
Uno de los mayores méritos de este novelista es esa especie de costumbrismo que le caracteriza, su capacidad para retratar una época y unas gentes, es decir, una sociedad concreta –así como algunos de los clanes insertos en ella –con sus tics, sus prejuicios, filias y fobias, y la fisonomía de los lugares que ocupan. Y en ello radica su ambivalencia, pues el gran defecto que encuentro en Corre, Conejo deriva de la enorme pericia de su autor. Gracias a ella puede permitirse lo que llamaré darnos gato por liebre a lo largo de demasiadas páginas y que consiste en alargar innecesariamente su núcleo central, mediante diálogos, reflexiones y descripciones perfectamente construidos pero que no aportan absolutamente nada al argumento. Hasta que llegamos al episodio que activará el mecanismo de la acción real, se trata de una cena compartida por cuatro personas tras la que tendrá lugar un humillante escarceo horas antes del nacimiento de la hija de Harry. Las metáforas que describen los sentimientos del inminente padre son solo una muestra de la emoción que Updike es capaz de provocar:


“Cada latido del corazón parece aplastarse como un ancho muro blanco. Cuando alza la vista, los objetos parecen tener una solidez infinita e inclinarse de algún modo, parecen tan llenos de vigor que están a punto de saltar. Su verdadera felicidad es una escalera desde cuyo peldaño superior él intenta saltar aún más arriba, porque sabe que debe hacerlo.”


Desde la cena mencionada hasta el final de la novela más de cien páginas más tarde, el engranaje funciona a la perfección, no sobra ni falta nada, todo es significativo y creíble en unos capítulos que puedo calificar como sublimes sin temor a estar exagerando.
Resumiendo, en mi opinión, a este artefacto literario le sobra bastante papel, todo lo demás resulta irreprochable.

RABIT, RUN - PRIMERA EDICIÓN: 1960 - CLÁSICO - VARIAS EDICIONES – PÁGINAS: 366 (aprox.)

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