¡No leas tanto!
Lo padeció durante toda
su infancia.
-Niña, no leas tanto
que se te van a volver los sesos agua.
Día tras día, a partir
de los cinco años, tuvo que escuchar lo mismo, aún viviendo en un hogar con las
paredes forradas de libros, de boca de alguna tía o abuela ocupada en limpiar
el polvo a la encuadernación en piel de una novela de Stendhal, de las hermanas
Brontë o de Tenessee Williams, con cantos dorados y cinta roja de seda que
servía de marca-páginas. Para mayor ironía, eso de los sesos derretidos formaba parte del refranero familiar femenino
gracias a las –repetidas y atentas– lecturas del Quijote, que habrían
practicado todas sus predecesoras, puede que incluso desde aquella primera
edición fechada allá por 1605.
Según los testimonios más
fiables, que en aquel hogar solo leyesen las mujeres ocurría desde tiempo
inmemorial, desde el preciso año en que se inventó la imprenta. O desde que el
mundo es mundo, para hablar con propiedad. Los hombres solían morirse pronto y,
antes de eso, estaban demasiado enfrascados en tareas de mayor envergadura. No les
quedaba demasiado tiempo para perderlo hurgando en los libros.
A la tarde, sobre todo
en los días de lluvia, jóvenes y viejas solían enfrascarse en la lectura. Queti
comprobaba a diario cómo devoraban un libro tras otro, con fruición y una pizca
de culpabilidad. Pero la más constante, la que jamás faltaba a su cita con los
libros era su señora abuela. La podía encontrar cada tarde ante los
cristales, cuando no había salido de casa, y detrás de ellos, si la
perspectiva tenía lugar desde la calle, incoherentemente encorvada sobre cualquiera
de esos volúmenes. (Sí, he dicho incoherente
y lo repito, Porque ella fue, y no otra, quien puso en circulación la insidiosa
frasecita de los sesos que todas las
demás repetirían más adelante como un mantra). Con las gafas –siempre las
mismas gafas plateadas y redondas– pinzando sus prominentes narices, y a estas casi
rozando el borde de la página.
Pues, para acabar de
arreglarlo, todas habían nacido con problemas en la vista que se habrían ido
agravando con el tiempo. Así que, en lugar de los –ya míticos– sesos, era la
vista el sentido que, a todas luces y a marchas aceleradas, se estaban
esforzando en desgastar.
Por ello, el rasgo
distintivo de aquella vivienda lo constituía las gafas de leer; si digo que
proliferaban no estoy exagerando. Sobre cojines y escritorios, abandonadas
encima de mesas y mesillas de noche, junto a los fogones, perdidas sobre toda
bandeja o recipiente, tiradas de cualquier forma en los sillones, ceñidas por
cadenitas que colgaban de algún gancho. Gafas de sol graduadas, arcaicos
anteojos heredados del abuelo, el último grito en monturas; sobrias,
excéntricas, modestas o elegantes, la casa entera podía considerarse un
muestrario completo de todas las tipologías y un repaso minucioso por la
historia de la lente.
-Niña, ¡no leas tanto!
-Se está haciendo de
noche y tú, ahí, leyendo a oscuras. Te vas a destrozar la vista. ¡Venga! hazme
caso y enciende la luz.
-¿Es que no ves la
buena tarde que hace? ¡Anda! cierra ese libro y ponte a jugar.
Tías, abuela, madre,
hermanas, suegra, primas de Queti, ¿es que estáis todas ciegas? ¿Nadie se da
cuenta de la maravillosa vida que le habéis dejado en herencia? ¿No os habéis
fijado en que se ha vuelto mejor persona gracias a todos esos libros, y que,
precisamente, fuisteis vosotras –nadie más– las que hicisteis anidar ese vicio en
su sangre?
Para Queti los libros
constituyen un indispensable alimento. Pero, ¿es lo mismo leer un libro que
otro?
La solución en el
próximo capítulo.
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