El año del diluvio, de Eduardo Mendoza


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Ante todo me gustaría aclarar que, como novelista, Eduardo Mendoza me produce sensaciones encontradas. Dueño de una envidiable facilidad para construir ficciones y de un oficio que, por mucho que él quiera restarle mérito, solo puede ser patrimonio de unos pocos, resolvió –al poco de arrancar su carrera y tras comprobar que escribir una obra de auténtica calidad no resulta demasiado rentable ni siquiera para alguien como él– darse a la buena vida fabricando productos mucho más comerciales e infinitamente más fáciles de ejecutar. Porque, seamos claros, escribir una novela de auténtica calidad lleva muchísimo tiempo, un sinfín de quebraderos de cabeza y, si bien puede que se grabe de forma indeleble en los anales de la literatura –y ni siquiera de esto hay garantías- reporta unos ingresos mucho más menguados y, en consecuencia, una vida incomparablemente más sacrificada y austera.  Por eso, cualquier hijo de vecino que, además de inteligente sea más listo que el hambre, es decir, Mendoza sin ir más lejos, quizá decida que lo mejor es cortar por lo sano, dejar de quemarse las pestañas y componer relatos sencillos que, con ayuda de letra y formato y a pesar de su corta extensión, se pueden encuadernar y vender como obras independientes.


Resulta innegable que tanto La verdad sobre el caso Savolta como La ciudad de los prodigios poseen un peso específico en el acerbo literario del siglo XX. El resto, seamos sinceros, no vale gran cosa. No obstante, su respetable origen como narrador ha atraído a los lectores cultos, y su humor, banalidad e intrascendencia a todos los demás. Hecho que ni él mismo oculta, y hasta se vanagloria de sus astutas tácticas, confesando en las entrevistas no haber necesitado más de un mes para componer alguna de sus obras menores (y recordemos que casi todas lo son). Afortunadamente, algunos hemos conseguido mantener la objetividad y no dejarnos engañar por su prestigio, pero –me temo– somos una minoría de incomprendidos en el siglo de la comida-basura, la televisión-basura, los libros pretendidamente escritos por estrellas de la tele y demás bazofia mediática. Al lado de todo ello, hasta El laberinto de las aceitunas y demás tomaduras de pelo brillan como una botella rota en un vertedero cualquiera.

Con tan bajas expectativas no es de extrañar que El año del diluvio –llevada al cine en 2004 por Jaime Chávarri– me haya sorprendido para bien. Digamos que, dentro de su producción, esta novela se encuentra en una zona fronteriza, más próxima al lado mediocre pero con algún hallazgo digno de mención.

Sin ir más lejos, realizar una parodia del tenorio con andamiaje actual superpuesto que pueda sostenerse en pie a pesar de lo sobado del asunto. Aquí doña Inés ejerce como superiora de un hospital, se llama sor Consuelo y –a diferencia de las versiones clásicas– es su perspectiva la que lleva el timón del relato; su don Juan es Augusto Aixelá, el engreído y coqueto terrateniente que actúa de antagonista. A pesar de  esos peligrosos mimbres, el resultado resulta bastante digno y el juicio –siempre lo hay en cualquier secuela de la obra pues así lo dispuso el dios Zorrilla– se bifurca esta vez en dos. Naturalmente, la sentencia divina se omite y, situándonos en territorio laico, queda la de sor Consuelo que –una vez más y aunque con vacilaciones, acaba absolviéndolo– y la del propio Mendoza; este (ya era hora) lo condena sin reservas.

Aquí el emblemático humor de Mendoza resulta mucho más sutil, aunque del todo reconocible para quien se encuentre familiarizado con él. Hipérboles y arcaísmos absurdos utilizados deliberadamente, unos personajes que no son más que monigotes compuestos de todos los tópicos propios de su estatus con los que el autor les vapulea sin compasión. (Los más evidentes: la ingenuidad delirante de la monja y la ridícula soberbia del dandi, pero hasta las deficientes infraestructuras urbanas –y cualquier otro factor proclive al esperpento– se sitúan bajo su deformada lente).

“Estas desgracias adicionales habían dificultado sobremanera las tareas de rescate, que habían tenido que ser realizadas en medio de unas tinieblas que el doctor, que no había participado en ellas, pero a quien la escena había sido descrita con todo detalle por un testigo presencial, calificó de “dantescas”.”

Algunos párrafos arrojan cierto tufillo valleinclanesco, siempre salvando las distancias:

“… y al abrazarla se mezcló la sangre de los pollos que cubría el mandil de la guardesa con la del bandolero muerto.”

Confieso que la sonrisa no se ha bajado de mis labios, es más: detrás de los renglones se me aparecía, de vez en cuando, el rostro más burlón del novelista.

De la prosa no sé qué pensar. Teniendo en cuenta que Mendoza destaca por un estilo impecable escriba lo que escriba, tengo que llamar la atención sobre ciertos rasgos que –además de dotarle de una velocidad desenfrenada– lo convierten en un híbrido entre Saramago y García Márquez. Esto se debe a la ausencia de puntos y la inserción del diálogo en el relato, además de cierto halo que no identifico del todo.

A pesar de estar mejor construida que otras, de manejar con más cuidado tiempos y ambientes, debo anotar que el episodio de la inundación ocupa un espacio desmesurado abultando artificialmente el volumen total de la obra, el que describe la agonía del bandolero resulta excesivamente novelesco, inverosímil y plagado de cabos sueltos. Y justo a partir de ese momento el autor aprieta el acelerador de nuevo, transita por años y décadas a vuelo de pájaro para construir un desenlace poco elaborado y, en consecuencia, nada convincente.


PRIMERA EDICIÓN: 1992 – VARIAS EDICIONES –  PÁGINAS: 176 (aprox.)

Comentarios

  1. Para mí, Molina, la verdadera obra maestra de Mendoza es "La verdad sobre el caso Savolta" y lo es sobre todo por sus aciertos formales, sin menospreciar el argumento que es muy interesante, tanto por la historia como por la reproducción del marco social en que se produce. Y una cosa que suel decir es que, en esta su mejor novela, ya está muy presente ese humor de caricatura grotesca y valleinclanesca que domina en sus novelas menores. Dejo un apunte sobre "La ciudad de los prodigios", que me parece una obra sobrevalorada, debido seguramente a que apareció en una época apropiada para esa mezcla de folletín y denuncia socio-histórica que es esta novela, a la que le encuentro dos defectos: es muy previsible y es (cosa increíble en Mendoza) muy aburrida, tanto que yo la dejé sin terminar de leerla. Desde luego, tu valoración de su obra "comercial" me parece muy acertada; mira, por ejemplo, "Riña de gatos": es un folletín con todos los ingredientes para ser un éxito comercial y premio Planeta, pero se le nota el apresuramiento, entre otrras cosas, en ese final calamitoso, indigno de tan buen escritor. Quiero, no bstante, hacerte una observación: Mendoza es un autor muy dotado para hacerte reír, cosa que no es nada fácil. Un saludo.

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  2. Hola Guachimán
    Mi profe de lengua en la carrera nos recomendó La verdad sobre el caso Savolta y me quedé fascinada, luego leí La ciudad de los prodigios y me impresionó su complejidad y su tono épico. Quizá no sea tan buena como me pareció entonces, con el tiempo me he ido haciendo mucho más crítica, o puede que solo sea una cuestión de gustos. Luego me negué a leer Sin noticias de Gurb y El misterio de la cripta embrujada me pareció una gran tomadura de pelo. Creo que ni el humor la salva.
    Por supuesto, Mendoza tiene una gran vis cómica, capacidad satírica, ironía y otras muchas cualidades. Creo que es un genio echado a dormir, si en su día se hubiese puesto a ello hubiese sido uno de nuestros escritores más grandes, algo así como el Torrente Ballester catalán. (Un autor del que he leído muchísimo más, al que admiraba (y admiro) profundamente y que considero injustamente olvidado.

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  3. Tal vez los méritos de Torrente no hayan sido valorados con justicia, cierto.

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  4. Y, precisamente, tiene un Don Juan también. Muy erudito y minoritario pero maravilloso.

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