La escritura o la vida, de Jorge Semprún
¡Me siento
decepcionada!
Desde luego,
esta es una impresión secundaria, y ni siquiera lo más destacable que tengo que
decir acerca de esta obra de género fronterizo, híbrido o como quieran llamarlo.
Pero sí es lo que predomina en mi ánimo, después de tantas expectativas
generadas por la figura de su autor, tras años de soñar con leerle e irlo
aplazando, más que por pereza por prolongar ese paladeo anticipado que se
produce cuando un disfrute seguro acecha en el horizonte lector.
La escritura o la vida se
ha cruzado en la mía en el momento equivocado. Había planificado leer El largo viaje en primer lugar y tenía
motivos para hacerlo. Si hubiese ocurrido así y este me hubiese ofrecido tanto
como promete a priori, el hecho de leer más tarde otra obra de Semprún no
hubiese tenido mayores consecuencias. En cambio ahora debo acercarme a esa
novela de culto con el lastre de haber leído un texto al que no puedo calificar
de excelente.
La (no)
acción comienza en el momento que el ejército americano acude al campo de
exterminio sito en Buchenwald y tres de sus componentes se topan con un Semprún
solitario y traumatizado que les contempla como a unos aparecidos de otro mundo.
Pero, tal como nos recuerda en multitud de ocasiones, el aparecido es el propio
autor, mejor dicho, el resucitado. Lo evidencian sus ojos, portadores de una
mirada cuyo espanto espanta a su vez a quienes proceden de la vida. Él viene de
la muerte, y en la muerte continuará hasta mucho después, hasta que decide
aplazar su testimonio, no escribir sobre su experiencia durante un tiempo
indefinido, elegir entre escritura o vida, porque escribir en fechas tan
tempranas –incluso pensar en ello o proyectarlo para un plazo concreto –hubiese
significado, significó, de hecho, continuar muerto y sin esperanza de
resucitar.
No se
puede negar el impacto visual de esta escena: el aspecto de alucinado que el
joven Jorge mostraba a los militares, la impresión causada en estos y las
reflexiones que el hecho suscitaría posteriormente en él. Todo el libro está
plagado de hallazgos como ese, correctamente escrito, pródigo en escenas
jugosas, dotado de un poder testimonial fuera de lo común y de argumentos en
contra de los fundamentalismos de cualquier signo y a favor de la libertad individual.
“El cielo amenaza tormenta sobre las llanuras y los bosques del Gátinais. Por la ventana, veo la superficie centelleante de un estanque. Las ramas de los árboles se agitan mecidas por el viento que se levanta. Un viento del noroeste, hoy. El viento que se ha levantado por fin sobre el imperio dislocado del comunismo. La duración de una sola vida humana habrá permitido presenciar el auge, el apogeo y el declive del imperio del comunismo.
Ni siquiera Goethe, cuya longevidad le permitió vivir el final del Antiguo Régimen, la proliferación contradictoria de la Europa posrevolucionaria, el auge y la caída del Imperio napoleónico, podría vanagloriarse de haber conocido una experiencia semejante. Cualquiera que sea el encanto de su conversación, en efecto, no nos vamos a dejar impresionar: el Imperio de Napoleón no es comparable al Imperio soviético.”
Esta
voluntad de denuncia se encuentra avalada, incluso, por la estructura, tan libre,
tan ausente de cortapisas como debería ser la vida de todos los seres humanos en
el caso, improbable, de que la justicia tuviese un valor real y no consistiese solo
en una bella palabra.
Pero hasta
con seda de la mayor calidad se puede confeccionar un traje poco vistoso. No sé
si por apresuramiento, por exceso de seguridad en sus propias capacidades
literarias, por pretender soluciones rupturistas –inspirado, probablemente, en precedentes
(y brillantísimas) heterodoxias– o por todo a la vez, lo que resulta es un
frecuente quiero y no puedo salpicado,
eso sí, de espectaculares aciertos y de una innegable exhibición del oficio.
En mi
humilde opinión, Semprún se equivoca en dos aspectos, y los dos tienen que ver
con ese exceso de confianza, esa alta opinión de sí mismo. Uno está en el contenido,
el otro en la forma. En primer lugar, alardea de una erudición, sobre todo
referida a una época muy temprana, anterior al campo y, por tanto, antes de
cumplir los veinte, que –sin dudar de su realidad–no encuentro traducida en
contenidos concretos. Nombres de autores y títulos de obras no son nada si no
se acompañan de la sustancia que ha llevado a mencionarlos, tanta alusión (no
desarrollada) a la cultura ocupan el lugar que, según creo, debería estar
reservado a las experiencias del campo. Porque, salvo alguna escena impactante,
la ausencia de relato sobre el particular constituye una laguna evidente que
espero subsanar leyendo su obra anterior. El otro fallo, ya mencionado,
consiste en un desparpajo empleado erróneamente, continuador de experimentos considerados
ya obras maestras (como los realizados en su día aunque de forma mucho más
depurada, por Naipaul, Canetti, Magris o
Nooteboom, entre otros), que se concretan aquí en avances y retrocesos
constantes, en múltiples cambios de enfoque o de asunto; en definitiva, en un
desorden deliberado que se multiplica según volvemos las páginas y que él justifica
explícitamente debido a su condición de demiurgo que le proporciona libertad
absoluta para decidir sobre el qué y
el cómo de su obra. Olvida Semprún que
ese libre albedrío tiene un único –pero esencial– condicionante: la estética.
No obstante, ese hincapié realizado sobre la mecánica de la creación
proporciona al texto un carácter metaliterario más que loable.
Como la
mayor parte de sus creaciones, esta se escribió en francés y ha sido traducida
por otra persona. A lo mejor me equivoco pero, mientras no me demuestren lo
contrario, estoy convencida de que muchas expresiones –sobre todo de la primera
mitad– serían diferentes de haber sido el propio autor quien las hubiese
vertido al castellano y de que el estilo en su conjunto hubiese ganado también.
En naturalidad, en soltura y, lo más importante, en que serían genuinas de su
autor y no una mera traslación de contenidos realizada por mano ajena.
L’ECRITURE OU LA VIE (1994) – EN ESPAÑA : 1995 –
TUSQUETS EDITORES (VARIAS COLECCIONES) - TRADUCCIÓN : THOMAS KAUF -
PÁGINAS: 330
Lo cierto es que no recuerdo haber leído nada de Semprún, pero está claro que mejor no empezar por este. No es que sea un autor sobre el que tenga expectativas especiales pero sí curiosidad. Y se ve que en este libro precisamente no voy a encontrar mucho Semprún.
ResponderEliminarUn abrazo
Posiblemente, sí es Semprún en estado puro, quizá haya sido demasiado dura con esta obra, pero estoy convencida de que otras suyas la superan. Talento tiene de sobra, desde luego, pero creo que ese tipo de técnicas, utilizadas por otros autores, han dado resultados muy superiores.
ResponderEliminarYa digo que debería haber empezado por El largo viaje, tal como había planeado. Y es lo que te recomiendo.
Un abrazo