El Dios de Estera, de Isabel Anaya (I)
Ni elegí comenzar esta novela
precisamente el Día del Libro –o fue producto de la casualidad o el
cumplimiento no premeditado de alguna voluntad supra terrena–, ni fui capaz de contenerme:
la devoré entera en menos de 72 horas. Porque es una obra compleja –aunque
amena y fácil de leer– bien estructurada y dosificada, que contiene multitud de
historias cotidianas del mundo rural. Cotidianas y, sin embargo, intrigantes,
por obra y gracia de la habilidad narrativa de su autora.
Andaba yo revisando los rasgos de la literatura actual, mejor dicho, aquellos
que definen la narrativa más reciente…
(Si alguno de ustedes arguye
que es lo mismo le respondo que está equivocado: ni son todos lo que están, ni
un libro ha de entrar en el canon literario –ni siquiera en su rango más bajo –
por el mero hecho de haber sido encuadernado y expuesto a la vista del público.
Nadie ignora, por cierto, que -a causa de la precaria salud de la novela literaria- desde hace ya demasiado tiempo los anaqueles
reales y virtuales se encuentran repletos de bodrios.)
… y me
asaltaron unas cuantas ideas. Esta vez, no de forma espontánea, sino inspiradas
en un artículo que, con la mayor desenvoltura y una argumentación impecable,
pone los puntos sobre las íes del deprimente estado de cosas en el panorama
editorial de este país.
Su autor
señala lo que todo el mundo debería conocer a estas alturas. En pocas palabras,
viene a decir que editorialistas bisoños y escritores modernitos, con escasa o
nula trayectoria lectora y enormes deseos de dar el pelotazo en el menor tiempo
posible, son los responsables de lo que está ocurriendo. Completan el cuadro
lectores recién llegados de todas las edades –con más esnobismo que ganas de
romperse la cabeza– que huyen de esos productos cocidos a fuego lento,
concebidos para ser paladeados, verdaderos exponentes de lo que podríamos
llamar alta gastronomía literaria.
También en
este ámbito predomina hoy la táctica de usar y tirar. Títulos promocionados con
grandes alharacas se abandonan y olvidan al apagarse el eco de los últimos
cohetes arrojados para celebrar su lanzamiento. ¿O deberíamos llamarlos
petardos?
Pero
cualquier obra de auténtico calado, bien construida, capaz de provocar un disfrute
duradero, precisa de una mano ejecutora moldeada a base de tiempo, multitud de
lecturas y una cantidad de material
desechado mucho mayor que el que se ha dado a la imprenta. ¿Alguien recuerda las
obras de juventud de autores como la Woolf? Yo sí. La escritora publicó una primera
novela que no conozco, pero Noche y día,
aparecida en 1919, contiene aún muchos elementos de la literatura decimonónica
y apenas un atisbo del experimentalismo y la voluntad de denuncia que
caracterizaron su genio. Tanto el talento (determinante de temática y estilo) como
el buen gusto (que aconseja lo que debe destruirse) son innatos, no así una
personalidad literaria bien definida que solo despuntará en aquellos que tienen
la retina desgastada y las muñecas al borde del esguince.
Isabel Anaya posee ese talento en ciernes que,
como la primera Virginia Woolf, anda buscando su esencia y, no obstante, es
capaz de ofrecer toda la altura y madurez del que ha leído lo que hace falta y
ha roto ya muchos manuscritos.
Con un
propósito cercano a la denuncia social de mediados del XX –asumida por un
sector de novelistas recientes, entre los que podríamos destacar a Jesús Carrasco–,
con un protagonista coral que exige una técnica muy precisa, inspirada en La colmena de Cela, Anaya nos sitúa en
un pueblo andaluz de posguerra y consigue que observemos, sin intermediarios
que valgan, sus conflictos y miserias, los desengaños y crueldades de cada día,
pero también la heroicidad, el sacrificio, el irónico gracejo del pueblo llano,
su alegría, su pasión, su empuje singular, su afición por la juerga incluso
cuando vienen mal dadas, y un ingenio que, cuando la subsistencia anda en
juego, se agudiza hasta extremos increíbles.
Pero, y a
pesar de lo dicho, resulta evidente que nuestras raíces culturales se alejan
bastante de las de mitad del siglo pasado. Esta novela nace ahora, cuando el realismo
mágico se ha asimilado hace tiempo y forma parte del bagaje colectivo. De ahí, supongo,
surge ese Dios, laico o religioso, tan poético como ambiguo, que deja oír su
voz pero se mantiene completamente al margen, y que podríamos identificar con el destino,
el alma popular o con lo que a cada cual le sugieran sus propias creencias.
(Continuará)
PUBLICACIÓN: FEBRERO 2015 – MITAD DOBLE EDICIONES (www.mitaddoble.com) - LIBRERÍAS PROTEO Y PROMETEO – PÁGINAS: 420
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