Diana o la cazadora solitaria, de Carlos Fuentes


El consumado oficio de Fuentes es tan reconocido internacionalmente que ni siquiera hace falta mencionarlo. No me extenderé aquí, pues, sobre los rasgos de su prosa impecable, su gran soltura narrativa y la fluidez con que desarrolla sus argumentos, el perfecto encaje de las diversas facetas del relato (narrativa, ideológica, histórica etc.) sin que lleguen a apreciarse las costuras, así como cualquier otro mérito  que lo convierte en un narrador de raza. Es evidente que nació tanto como se hizo, es decir, que si el tiempo y el esfuerzo le ha, convertido en el escritor que fue, el talento lo traía ya de fábrica.

Pero reconozco que, con él, no termino de dar en la diana (y perdónenme por el chiste). Sin entrar en valoraciones que reconozco indiscutibles, una de dos, o he elegido mal hasta ahora o soy una lectora poco receptiva a sus propuestas. Aunque quizá se trate de una mezcla de ambos, pues creo haber entrado en el típico círculo vicioso; a saber, si algo no me agrada demasiado, frecuento poco al autor y restrinjo así oportunidades de encontrar lo más adecuado a mis gustos.

Aporto, además, una teoría de la que estoy convencida cien por cien. Los auténticos genios a veces se duermen, en los laureles o en la hamaca del jardín, eso da igual. No todos, claro está, pero tengo a mano un buen puñado de ejemplos –aquí irrelevantes– pues es una cuestión sobre la que suelo estar atenta. Y lo hago porque eso de desperdiciar las cualidades naturales –aunque forme parte, lógicamente, de la libertad individual– como admiradora que soy de lo extraordinario, suele molestarme un poco. Es decir, acepto que el autor tiene derecho a trabajar su obra lo poco o mucho que quiera, pero no me negarán que a los lectores nos queda el del pataleo que, por suerte, nadie nos puede arrebatar.

En este caso, nuestro autor tenía a mano un material muy valioso, el conjunto de recuerdos de una época, la del emblemático 68, que le dejaron una huella indeleble, recuerdos, además, de muy diversa índole, y no podía desaprovecharlos de ninguna manera. No obstante, tengo la impresión –impresión completamente subjetiva, recalco– que casi treinta años después todo aquel conglomerado de acontecimientos, sensaciones y actitudes se habían borrado bastante, no tanto de su memoria como de sus prioridades e intereses del momento. Vamos, que en el 94, que es cuando escribió esta novela, habían desaparecido todas las pasiones de entonces, tanto la amorosa como la ideológica o la del novelista que se está abriendo camino, y eso resulta tan evidente que deja el relato algo desdibujado, yerto, sin alma. Maestros ha habido en la historia literaria que han predicado la conveniencia de un distanciamiento razonable del ojo del huracán antes de ponerse a escribir sobre él, pero Fuentes no solo se había alejado, por lo que parece estaba a años luz del hombre que fue en aquellos tiempos, supongo que por una trayectoria personal que resultó muy favorecida por el vertiginoso devenir de los hechos históricos.

Diana Soren es la actriz Jean Seberg. Con su fallecimiento, en 1978, concluye esta novela, escrita en primera persona, cuyo protagonista y narrador es un joven novelista mejicano llamado, cómo no, Carlos Fuentes. En ella se muestran los avatares de un amor que nace y muere con idéntica precipitación antes de que el lector haya conseguido hacerse cómplice.

He disfrutado mucho más con las digresiones ideológicas, me han parecido mucho más auténticas. Quizá porque no pretende recrear nada, porque habla de lo que piensa y siente en ese preciso momento ya que eso es imposible trasladar, tiene que surgir cuando se escribe. Opiniones sobre el oficio de escritor, sobre el papel en el continente americano de lo que ahora conocemos como Estados Unidos, incluso cierta perspectiva filosófica digna de atención.

“¿Cuándo fueron inocentes los Estados Unidos? ¿Cuando explotaron el trabajo negro esclavizado, cuando se masacraron entre sí durante la guerra de secesión, cuando explotaron el trabajo de niños e inmigrantes y amasaron colosales fortunas habidas, sin duda, de manera inocente? ¿Cuando pisotearon a países indefensos como Nicaragua, Hondura, Guatemala? ¿Cuando arrojaron la bomba sobre Hiroshima? ¿Cuando McCarthy y sus comités destruyeron vidas y carreras por mera insinuación, sospecha, paranoia?”
“En la literatura, desde el principio, desde el torturado puritanismo de Hawthorne, las pesadillas nocturnas de Poe y las diurnas de James, no ha habido inocencia sino temor a la fuerza oscura que cada ser humano lleva dentro de sí; el yo enemigo es el protagonista de Moby Dick, por ejemplo, no un cetáceo. De acuerdo, esto es casi una definición de la buena literatura, la épica del yo enemigo…”

¡Qué garra! ¿verdad? ¡Qué fuerza! ¡Qué maravillosa forma de expresarse! Pero tanta autenticidad no aflora más que a ratos, y no suele hacerlo en la línea argumental que sirve de fundamento. Esta se desdibuja constantemente, aparece como impostada, poco creíble ya desde el principio, cuando narra el arranque de la relación. Porque ni siquiera en ese punto es capaz de convencernos de esa sintonía pasional. Describe a Diana como una diosa, digna de admiración, cúmulo de perfecciones, una combinación de debilidad y fortaleza que él mismo contempla anonadado. Pero eso es todo, pura contemplación, asepsia, un distanciamiento que tiene muy poco que ver con el frenesí erótico-amoroso que se pretende presentar en esta obra.


PUBLICACIÓN: 1994 – VARIAS EDICIONES – PÁGINAS: 240 (aprox.)


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