Los reconocimientos, de William Gaddis
Quizá alguien a punto de abrir
este voluminoso libro o tras cerrarlo por última vez se pregunte si todo esto
podría contarse en menos espacio. Naturalmente. Pero lo que se manifiesta aquí es un
auténtico, aunque humilde, alarde de talento. Algo como esto se lleva a cabo
porque se siente la necesidad de exteriorizar algo, de utilizarlo como
instrumento crítico, y porque, fuera de fastos y materialismos, uno se
considera capaz.
Nos encontramos ante una
recreación de la cultura occidental complaciéndose en sí misma, en sus virtudes y
sus vicios. Una obra inmensa, monumental, producida por una mente talentosa y
erudita, un flujo de conciencia, al estilo del Ulises de Joyce pero con un
enfoque global que a través de un punto de vista omnisciente abarca todos los
planos posibles: del panorámico a las divagaciones más íntimas pasando por la
observación directa sin olvidar el análisis abstracto. Una mirada extensa que
muestra al lector lo que hay sin ordenarlo ni interpretarlo, al menos
aparentemente, para que se encargue de completarlo y darle la forma que guste.
Como decía, la crítica lo invade
todo. A cada uno de los estamentos sociales, al fundamentalismo religioso –todo
es superstición– y a muchos aspectos del mundo del arte. La ausencia de rigor,
por ejemplo:
“Esa enfermedad romántica, la originalidad, vemos por todas partes a nuestro alrededor la originalidad de idiotas incompetentes, no saben dibujar nada, no saben pintar nada, y precisamente por eso la porquería que hacen es original… Quién quería ser original hace apenas doscientos años, ser original era admitir que no podías hacer una cosa de la manera adecuada, por lo que sólo podías hacerla a tu manera. Cuando pintas no tratas de ser original, sólo piensas en tu trabajo, en cómo hacerlo mejor, y por eso copias a los maestros, sólo a los maestros, pues con cada copia de una copia la forma degenera… no inventas formas, las conoces, auswendig wissen Sie, de memoria…”
O la superficialidad:
“Escriben para gente que lee con la superficie de su mente, gente con hábitos de lectura que les exigen lo mínimo, gente ensañada a leer en busca de hechos, que sabe lo que va a venir a continuación y quiere saber lo que viene a continuación y se enfada con las sorpresas. La claridad es esencial, y el detalle, nada de falsos misticismos, los hechos son ya bastante malos. Pero nos desconciertga la gente que cuenta demasiado, y que lo cuenta sin sorprenderse.”
Y, por encima de todo, el
fraude:
“El gusto cambia. (…) La mayor parte de las falsificaciones sólo duran unas cuantas generaciones, precisamente porque están hechas con tanto cuidado al gusto de la época: un Rembrandt falso, por ejemplo, confirma todo lo que esa época ve en Rembrandt. El gusto y el estilo cambian, y la falsificación resulta penosamente evidente, queda fechada, porque la época siguiente vuelve a descubrir a Renbrandt de cabo a rabo, y por supuesto descubre que era completamente diferente. Ésa es la maldición que todo artículo genuino debe resistir.”
Aún así, parece preguntarse
Gaddis, ¿puede existir un falsificador tan genial que consiga reproducirlo
todo, que convierta su brazo en el brazo del artista y la mente en su mente,
que resulte prácticamente infalible?:
“Cree que los hago del modo en que se han hecho todas las demás falsificaciones? ¿Juntando los fragmentos de diez cuadros y formando uno, o tomando un… un Durero e invirtiendo la composición (…) para que lo miren y reconozcan allí a Durero? No es… los reconocimientos llegan mucho más hondo, mucho más atrás, y yo… este… las pruebas de rayos x, y ultravioletas e infrarrojos, los expertos con su fotomicrografía y… macrofotografía, ¿creen que sólo consiste en eso? Algunos no son tan tontos, no buscan sólo un sombrero o una barba, o un estilo que puedan reconocer, miran con memorias que… van más allá de ellos, que se remontan a… adonde se remonta la mía.”
Una edificación enorme llevada
a cabo con todos los recursos posmodernos que, si de algo no peca es de
complacencia, ni con su autor, que evidentemente no se ahorró dificultades, ni con
sus lectores, a quienes –prevengo– no resultará nada fácil adentrarse en la
maraña, entresijos y recovecos de la enrevesada mente de Gaddis. Y es que
narrar sin narrar, dejando transcurrir la vida, exponiéndola para que sea
contemplada en directo, conlleva una parsimonia excesiva, puede resultar
enojoso a veces y, desde luego, representa una tarea compleja para autor y
destinatarios. Tal como señala en este párrafo que, aunque puesto en boca de un
personaje, parece una declaración de principios:
“Esta autosuficiencia de los fragmentos, ahí es donde está la maldición, fragmentos que no pertenecen a nada. Por separado no significan nada, pero es casi imposible reunirlo en un todo. Y ahora es imposible realizar una obra global sin un sentido continuo del tiempo, así que en vez de ello intentas juntar todas las partes en una obra que se tenga en pie por sí sola y sirva de lo mismo que sirve toda una vida de obras independientes, algo superior a sí mismo…”
He encontrado briznas de Bolaño en
esta forma de narrar, en su afición a lo metaliterario, incluso en ciertos personajes
y ambientes. Como el grupo de artistas a la deriva (Esme, Otto, Stanley y los
demás), esencialmente gregarios y más hedonistas que afanosos, con ínfulas de
grandes creadores y escasos motivos para tenerlas. Me pregunto si las
coincidencias son fruto de la casualidad o existió verdadera influencia.
Hablando de influencias, en
algunos momentos me ha parecido entrever rastros de esperpentismo. Gaddis
demuestra conocer bien España, no sería raro que hubiese leído a Valle Inclán detenidamente,
un oficio como el suyo no surge por generación espontánea y la cumbre de
nuestro modernismo bien podría haber sido uno de sus maestros. Aunque, desde
luego, su forma de hacer es personalísima y repleta de hallazgos, domina todos
los recursos: la elipsis, el diálogo, las descripciones, la crítica, y lo
demuestra en cada línea de la novela. Algunos párrafos y escenas resultan
difíciles de olvidar, como ese recorrido por la anatomía femenina –tan
minucioso como elegante y ambiguo– a través del reguero de sangre producido por
unos pendientes o la intensísima y paródica escena de la armadura, que
por sí sola podía constituir toda una comedia macabra.
Hace tiempo, leí en algún sitio
que una mala novela es aquella que muestra sus costuras y al contrario. No hace
falta señalar que esta pertenece a las segundas. Una obra de peso, pues, en
todos los sentidos. El fundamental, su enorme calidad que la convierte en
lectura imprescindible; en cuanto al otro peso, aunque anecdótico, también hay que tenerlo en cuenta.
THE RECOGNITIONS – PRIMERA
EDICIÓN: 1955- (EN ESPAÑA: 1987) -
REEDICIÓN: 2014 – EDITORIAL: SEXTO PISO – COLECCIÓN: NARRATIVA – TRADUCCIÓN: JUAN
ANTONIO SANTOS RAMÍREZ – PRÓLOGO: WILLIAM H. GASS - TRADUCCIÓN PRÓLOGO: MARIANO
PEYROU – PÁGINAS: 1376
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